Todos mis hijos tienen la tormenta en los ojos,
el corazón colmado,
salvaje,
de las fieras.
El mar sobre la frente,
con su morena espuma
voluble y despeinada.
Todos mis hijos llevan
arena entre los dedos.
Me llaman por mi nombre para que no lo olvide.
Y desde su garganta
el otoño improvisa
verdades caudalosas, mentiras como pétalos…
Todo lo que se aprende
al saborear la tierra.
Mis hijos amanecen envueltos en rocío,
con los labios azules por el beso del ángel
y las pestañas llenas
de escarcha y de futuro.
Ellos, que fueron flor en mi cáliz leñoso,
me surcan con su lengua.
Me siembran con su abrazo.
Me trillan y me muelen.
Me amasan. Me devoran.
Todos mis hijos pintan con tizas en el suelo
la estrella más ardiente que brilla cada noche,
para darnos cobijo.
Y en ella descansamos.